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Cuento

  • Foto del escritor: gomezvale400
    gomezvale400
  • 10 jun 2014
  • 3 Min. de lectura

LOS AMIGOS

(Final del juego, 1956)

EN ESE JUEGO todo tenía que andar rápido. Cuando el Número

Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se

encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más

tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y

Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento,

escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a

Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras. En ese entonces

Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la

vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en

la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de

Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio

en la cuestión del café y del auto. Era curioso que al Número Uno se le

hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras,

y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número

Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos la torpeza dé la orden le daba

una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en

marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero

llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la

tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo

tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de

suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si

los dos hacían las cosas como era debido —y Beltrán estaba tan seguro de

Romero como de él mismo— todo quedaría despachado en un momento.

Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde,

bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle

de lo sucedido.

Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento

al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces

comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford

como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se

estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la

manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde

estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba

un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero

sentía la boca seca y le daba rabia.

A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo

reconoció en seguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada

a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí.

Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible

dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese

momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla.

Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera

bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba.

El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta

por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión

de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros

tiempos.


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